LA TRILOGÍA DE NUEVA YORK, DE PAUL AUSTER

Sin tener la más vaga idea de cómo esto me iba a ayudar a escribir una reseña, me vine a Nueva York aprovechando el generoso reembolso de impuestos que el gobierno de EE.UU. me puso en la billetera, así como unas cortas y convenientes vacaciones.

Me habían advertido que en Nueva York todos están solos entre los millones de personas que hormiguean por las calles y se apelmazan como abejas dentro de los ubicuos edificios. Pero ya un poeta me había enseñado hace mucho a quedarme solo: “Si no estás en Nueva York, amada, en Nueva York no hay nadie.” Y de repente, no había nadie.

Así que saqué mi mapa, viéndome como un turista idiota entre los rascacielos y el cielo, gris como la cara de un muerto. Justo después de dejar el aeropuerto tomé un taxi a la calle 72 y Ámsterdam, donde, al parecer, comenzó el viaje de Quinn, el protagonista de la novela Ciudad de vidrio de Paul Auster: la primera de tres novelas que conforman su célebre Trilogía de Nueva York, publicadas entre 1985 y 1986.

Ciudad de vidrio es una novela de detectives sobre un novelista de detectives. El protagonista, Daniel Quinn, es despertado una noche por el timbre de una llamada telefónica. Alguien que lo ha confundido con un detective privado (llamado, además, Paul Auster) le confía una misión que el escritor decide llevar a cabo en un sorprendente arrebato quijotesco.

Justo frente a mí estaba el Hotel Dakota, que se podía ver desde el hipotético departamento de Quinn. Aquí iniciaría mi recorrido para encontrar los pasos del detective y, probablemente, escribir una buena reseña. Debía seguir la calle un poco al oeste para encontrarme con el inmenso Parque Central, al cual entraría a buscar la banca donde Quinn habló con el desquiciado Peter Stillman.

El Hotel Dakota
Peter Stillman es el nombre de dos personajes, padre e hijo, en la novela de la que hablo. Stillman padre sometió al hijo a demenciales experimentos durante la infancia. El que parece ser el motivo de la novela (pero que tal vez no lo es, a final de cuentas) es que Quinn debe evitar que el padre, recién liberado de prisión, encuentre al hijo.

Estuve sentado en una de las bancas exteriores del Parque Central. A veces volteaba y veía el interminable filón de árboles, rocas, pasto y agua. Era realmente absurdo que en mitad de la ciudad existiera un bosque nutrido, sitiado por la civilización. El Parque Central es una ridícula frase entre paréntesis.

Cuando no soporté la idea caminé (mucho) al Hotel des artistes, en la calle 67, y me tomé un té en el lobby, que tiene una concurrida cafetería. Sentado cerca de una ventana, podía ver el edificio de la televisora ABC una o dos calles más abajo. Por supuesto, el Parque Central estaba ahí también: infranqueable, infinito.

Había comprado en un establecimiento una libreta para anotar estos detalles que someramente transcribo, al igual que lo hacen los personajes en Ciudad de vidrio y Fantasmas. Esta segunda novela de la Trilogía es más un acercamiento emblemático a la novela de detectives. O como mejor explica la solapa de mi edición de las novelas reunidas de Auster: Fantasmas es una historia en la que “Blue, un estudiante de Brown, es contratado por White para espiar a Black, quien vive en la calle Orange y quien espía a alguien más”.

Cuando salí del café des artistes y seguí mi ruta al oeste, vi en la calle 63 una réplica de la estatua de la libertad y, por supuesto, recordé otra novela de Auster: Leviatán (de 1992), en la cual el protagonista, un escritor-terrorista, se dedica a poner bombas en las diferentes estatuas de la libertad alrededor de los EE.UU.

En el Columbus Circle, ya casi para deshacerme de la vista del Parque Central, vi a lo lejos el Hotel Plaza, el rascacielos de la IBM y la catedral de San Patricio, todas ellas mencionadas por Auster en la caminata de Quinn. Justo ahí es que encuentro al fin la Estación Central del metro y me subo a sus tripas para ir a casa de Meyer (el amigo que me hospedaría) y continuar la pesquisa el día siguiente, pues ya se había hecho tarde y qué cabrón miedo.

La Trilogía de Paul Auster ha sido llamada “novela postmoderna de detectives” y sí es indudable que en las tres novelas se encuentra un afán experimental y el clásico tono irónico que popularizó Kurt Vonnegut y heredó Chuck Palahniuk. Ciertamente Ciudad de vidrio se mueve alrededor de una idea muy pesada que intenta subvertir la propiedad comunicativa del lenguaje o, al menos, denunciar su crisis. Las palabras (incluso la trama) parecen verse sometidas al castigo de Derrida, como pasó cuando el teórico francés pronunció un discurso deshuesado y desconcertante ante los joyceanos en 1989.

Sin embargo, reconozcamos que la ironía, la metaficción, la hibridación de géneros y todo lo que parece caracterizar la novela postmoderna ya estaba planteado desde los inicios de la novela moderna, es decir con Cervantes y su Quijote: y esto lo sabe Auster: en un capítulo de Ciudad de vidrio hace que Quinn y Auster —ficcionalizado en un personaje— hablen sobre estas mismas características de la gran novela del cabrón manco loco que perdió su mano con los moros en Lepanto.

Más bien Paul Auster parece seguir más el camino que John Barth señala como “un camino de la redención del lenguaje y de la ficción”, es decir, subvierte la novela detectivesca, y ciertamente cuestiona las verdades absolutas sobre la identidad y la unicidad del ser humano, pero revierte el proceso de confusión que la excesiva experimentación le ha dado a la novela moderna y postmoderna.

El día siguiente el metro me dejó cerca de la avenida Madison y debí caminar un poco para encontrar la Iglesia de la Encarnación. Justo al virar la calle pude ver el Flat Iron, el curioso edificio que se le atraviesa a Nueva York en la garganta como una espina de pescado hecha de ladrillos. Supe que me acercaba a la parte pesada de Nueva York. Cada vez había más gente, y mientras caminaba, poco a poco me perdí en mis ideas sobre la tan llevada y tan traída postmodernidad.

Fragmentación, indeterminación, abandono del yo, hibridación de géneros, sujeto descentrado. Parecería que nos encontráramos más ante los síntomas de una enfermedad mental, y no ante las características de nuestra cultura. Parecería que quisiéramos que el futuro nos recordara como “la edad demente” o “la edad triste”. Un edificio, coincidentemente, ostentaba un letrero amarillo que decía “La depresión es una falla química, no de la personalidad, llame gratis por información, 1-800 829-8289.”

En las tres novelas que reseñaré cuando termine mi viaje estos síntomas se manifiestan fuertemente en el pareo de personajes que acaban con los seres únicos. Quinn es Auster y Auster es autor y personaje, Peter Stillman es padre y es hijo; Black es White y Blue es espía y espiado; en El cuarto cerrado, novela parecida a la mencionada Leviatán, el narrador adopta la identidad de su amigo Fanshawe y el autor, Auster, pierde la autoría, etcétera.

Recuerdo que, hace dos años, cuando leí la Trilogía por primera vez, decidí seguir los experimentos de Stillman y, fascinado por la idea del encierro, comencé una vida monástica que todavía no me abandona del todo: me encerré en mi cuarto y procuré hablar lo menos posible, mucho menos en español. Me encontré entre las calles Mercer y Houston preguntándome qué secuelas habían tenido esos meses de reclusión.

Vi mi mapa y tomé el camino hacia la calle Canal, hacia Battery Park. La estatua de la libertad emergió por el costado de un edificio. Battery Park me llevó a Wall Street y, por consiguiente al hueco macabro del Ground Zero, donde estaban las torres gemelas del World Trade Center.

Cerca de ahí, después de tomarme una fotos frente al espacio vacío en el suelo, tomé un taxi a Chinatown, que no quedaba muy lejos. Había propuesto terminar el recorrido ese mismo día, y ya caía la tarde. Comí en un restaurante chino.
Hacia Gramercy Park sabía que mi viaje estaba por terminar. La cima del edificio de la ONU me avisaba que la Primera avenida estaba cerca, presuntamente donde Quinn terminó su viaje en busca de la verdad sobre el caso del señor Stillman.

El viaje de Quinn es uno de desplazamientos del motivo. Lo que parece ser una novela detectivesca se convierte en una novela existencial, en la que el detective debe responder no sólo a los cambios de las pistas y los sospechosos, sino a cambios en él mismo y en su relación con el mundo y con el lenguaje.

Cerca de la Primera Avenida se adivina ya el sector industrial, pero hay varias casas viejas muy amontonadas, con pequeños callejones entre cada una. En uno de estos callejones me senté y comencé a escribir.
“Será una buena reseña”, dije, y seguí escribiendo hasta que cayó la noche.




Comentarios

  1. Qué triste: ni un comentario sobre tu artículo. De hecho, ni éste lo es.

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  2. Pues a mí Paul Auster me parece un escritor de primera. Tan sólo he leido suyo "El palacio de la luna" y "Mr. Vértigo", que me consta que no serán de sus mejores novelas, pero me parecieron, aún así, bastante buenas. Ésta trilogía de Nueva York la tengo pendiente (primero tengo que acabar "Carlota Fainberg" de Muñoz Molina), y me da en la nariz que me va a gustar mucho. He visto en muchos sitios y oido hablar de que ésta novela es de lo mejor dle neoyorkino. Tu artículo lo corrobora.

    Un saludo y sigue así.

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