PIRA PAGANA - CARLOS PACHECO

Uno de los cuentos más extraños de Edgar Allan Poe se llama “William Wilson” (a veces traducido como “Gil Wilson” o “Guillermo Wilson”). Este cuento trata sobre cómo su protagonista encuentra en un internado, en su infancia, a una persona increíblemente parecida a él física y metafísicamente; éste, además, tenía su mismo nombre: William Wilson.

El William Wilson que narra el cuento es una crápula social, un bandido y ladrón. Su problema a lo largo de las páginas del cuento es que el otro William Wilson lo persigue y desenmascara sus crímenes: terminamos dándonos cuenta de que el falso gemelo es en verdad la encarnación de su conciencia y su arrepentimiento.

El final del cuento, en el cual William Wilson termina matando a su doble, me recuerda de inmediato a la historia de Tyler Durden en la novela de Chuck Pahlaniuk “Fight Club”. También en la “New York Trilogy” de Paul Auster tres personajes comparten el mismo nombre y apellido: el reto para el lector es saber cuándo se habla de uno o de otro.


Mi punto es que desde el florecimiento de las supercarreteras de datos, desde el libre flujo de información de nuestra era informática, ya no necesitamos un milagro estadístico para encontrar personas con nuestros mismos nombres y apellidos: La unicidad, la identidad exclusiva que solía darnos nuestro nombre está perdiendo su vigencia porque hasta ahora es palpable su falsedad.

Cuando yo era niño creía que en cada país existían dobles míos y mis padres —de todo mi mundo— viviendo sus vidas en diferentes idiomas y diferentes culturas. Desde mis primeros contactos con la Internet en 1996 descubrí con fascinación uno o dos Carlos Pachecos que vivían a miles de kilómetros de mí y que tenían vidas diferentes.

Alrededor de esos años leí en la triste epopeya de Gilgamesh —el texto literario más antiguo que se conoce— cómo el protagonista degüella monstruos y pelea con dioses sólo para “hacerse un nombre”, y vi cómo su batalla se parece al ingrato combate que los escritores menores —incluyéndome— peleamos por el mismo propósito.

Así, lentamente, los Carlos Pachecos de mi fascinación se convirtieron en los de mi desgracia.
El primero, Carlos Pacheco, es un español bastante famoso por dibujar cómics de los cuatro fantásticos para Marvel Comics. Otro, el general don Carlos Pacheco, fue un militar porfirista que fue gobernador de Morelos y que tiene una estatua en la plaza central de Cuernavaca. El gordo Alfonso Reyes publicó un largo poema elegíaco con motivo de su muerte en la Revista Moderna.

Otro Carlos Pacheco es un pintor argentino bastante bueno.Otro es un desdichado sujeto que se robó una virgen y unas velas de plata de una iglesia en Oaxaca hace dos años. El miserable fue linchado. Otro más es un torero de mediana fama del que sé muy poco.

El último que mencionaré es Carlos Pacheco, académico suramericano que hablará en el próximo Coloquio de Literaturas Mexicanas e Hispanoamericanas en Hermosillo. No sobra decir que yo también, al parecer, por si fuera poco, hablaré en el Coloquio.

El que ellos tengan el nombre antes que yo (o el ser algunos inmensamente más famosos que yo) arranca de raíz mi esperanza de “un nombre” en la industria de los cómics, en la milicia, en la pintura, en el saqueo de templos, en la tauromaquia y en la academia literaria.

Cabe mencionar que este no es sólo un ejercicio de vanidad: es una invitación a la exploración minuciosa de la identidad. Al tener noticia de tantos Carlos Pachecos en el mundo, un instinto de conservación de mi individualidad me hizo querer tomar medidas drásticas, como cambiarme el nombre o matar a mis dobles para ser único de nuevo.

Tal vez el problema es que somos muchos. Un tercio de la población del mundo es chino y un tercio de los chinos se llaman Li, ergo, un tercio de la población del mundo se llama Li. Los nombres tienen un número finito, pero aún así, las combinaciones de tantos factores es prácticamente inacabable: en teoría hay suficientes nombres y apellidos para que todos tuviésemos un nombre único.

En serio, parece que mi alarma por los nombres clonados es excesiva e idiota, pero alguien tiene que pensar en estas cosas: si alguno de los otros Carlos Pachecos alcanza fama universal y trascendencia antes que yo, estoy perdido. Si alguno de tus dobles, lector, alcanza la gloria antes que tú, olvídate de repetir la hazaña.

¿Qué hay en un nombre?, preguntaba la inquitantemente socrática Julieta. Yo le respondo con otra pregunta: ¿Quién recuerda, dulce Julieta, a otra Sylvia Plath, a otro Jorge Luis Borges, a otro Dante Alighieri o a otro Jesús de Nazareth que no sean los originales?


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