“Crónica de una muerte anunciada" (de mi libro "Rodear la Tierra [y andar por ella]") (Carlos Mal, 2022)

Rodear la Tierra (y andar por ella)

CRÓNICA I.— “CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA”.

(París, 2011).

 

[…]la muerte es el tiempo sin horas. Tendré más gloria que la de imaginar que mi muerte es singular, solo para mí, butaca preferente en el gran teatro de la eternidad.

—Carlos Fuentes

 

A veces hay ventajas en ser miserable. Hay que comprender que no tener dinero en París es ridículo. Nada más transportarse cuesta al mes el equivalente de un sueldo más o menos decente en México. Lo más barato en el supermercado son unas frituras chinas de ochenta centavos con sabor a camarón que son más aire que comida.

Ayer me quedé con tan poco dinero, que me vi en la penosa situación de tener que decidir si quería comprar comida o comprar cigarros. Todavía no soy ni tan bohemio ni tan mezquino, así que me decidí por la comida. Mis pasos bajo los árboles del bulevar Raspail me llevaron por casualidad a las puertas del cementerio de Montparnasse. Dije por qué no. Vamos a poblar mis álbumes de Facebook con más pinchis clichés de París. "Miren, la tumba de Sartre, la tumba de Porfirio Díaz". Vamos a poblar los resultados de Google con más fotos amateurs de las mismas pinchis tumbas en los mismos ángulos. Por qué no, ya estoy aquí.

Pero no contaba con que la gente deja cigarros en las tumbas.

La tumba de Jean-Paul Sartre y Simon de Beauvoir estaba sembrada de besos, cartas, piedras, flores y cigarros, deliciosos Lucky Strikes frescos y listos para la acción. Quiero dejar claro que no soy un asaltante de tumbas sin escrúpulos, y que, aunque tenía planeado robar un montón de cigarros esa tarde, al menos a ellos les dejaría el pago simbólico de una moneda de veinte centavos. Un precio justo.

El Lucky Strike que tomé de la tumba de Sartre-Beauvoir me supo más delicioso que un cigarrillo normal. Después me dije "tal vez los cigarros del saqueador de tumbas son mejores que los comprados en las tiendas”. Y me fui en busca de las tumbas más visitadas y famosas, que es donde, lógicamente, encontraría más cigarros, porque la gente es muy estúpida y cree que a los muertos les gusta fumar o algo así. Encontré la tumba de don Porfirio Díaz, el dictador favorito de los mexicanos y cuál fue mi sorpresa al encontrar un Marlboro rojo empotrado en la ventana.

Véngase pacá, mijo.

¿Qué creían? ¿Que a Porfirio también le iba a dejar dinero? Váyase al culo, don Porfirio: ladrón que roba a ladrón. Agarré el cigarro sin remordimientos y me lo puse en detrás de la oreja. A Baudelaire no tuve el corazón de robarle nada, ni un cigarro ni una flor. Pobre miserable. Simplemente me pareció muy triste verlo enterrado con su padre y con su familia. Baudelaire odiaba a su familia.

La tumba de Julio Cortázar y la de César Vallejo me dieron la oportunidad de hacer un poco de grafiti semilegal. En ambas tumbas —sembradas de deliciosos cigarrillos gratis— la gente escribía las mismas chingaderas cursis: "Gracias por el fuego", "El zen es un río metafísico", "¿Encontraré a la Maga?" y cosas así, así que yo escribí la mejor frase que se me ocurrió: mi propio cabrón nombre, prros. Con cigarros malhabidos en mi posesión y después de un poco de vandalismo egocéntrico, me paseé sin rumbo, pues ya comenzaban a llegar los gordos turistas que respiran por la boca. Al menos tuve la decencia de poner una piedra negra sobre una piedra blanca en la tumba de César Vallejo. Quien entendió entendió.

Convencido de que llegaría al apartamento a escribir sobre mi robo de cigarros, me decidí a tomar unas cuantas fotos. Mientras buscaba un fondo genial para mis autorretratos vanidosos, cuál sería mi sorpresa al ver a un sujeto en pleno acto de inscribir sobre una lápida el nombre fresco de una persona. Me pareció fabuloso, pues nunca había visto que eso sucediera, y quise documentarlo. Me encaminé hacia él, listo para pedirle permiso para tomarle una foto mientras hacía su trabajo, cuando el nombre en la lápida me dejó frío.

Así es. El nueve de julio de 2011 me encontré la tumba de Carlos Fuentes en Montparnasse.

Traté de recordar si había leído en las noticias de la mañana algo sobre la muerte de Carlos Fuentes. Le pregunté al escultor de lápidas en el mejor francés que pude convocar:

“Disculpe, monsieur, ¿sabe si este Carlos Fuentes es un escritor mexicano?”

El hombre dejó de cincelar por unos instantes. “No sé, es un embajador”, respondió en un francés límpido.


Después leí los otros nombres en la lápida: “Silvia Lemus”, “Carlos Fuentes-Lemus”, “Natasha Fuentes-Lemus”. Si la memoria no me falla, Silvia Lemus tampoco ha muerto recientemente. Así que le pregunté al artista:

“¿Sabe si Carlos Fuentes murió?”

“No, no se ha muerto”.

Entonces comprendí. Carlos Fuentes, anciano y ajado, había utilizado su turbio dinero para preparar su tumba: con la muerte respirándole en la nuca, decidió que el fin no lo sorprendería sin una lápida con su nombre y sin un hueco listo en el suelo para recibirlo en las entrañas del Orco. Y ahí estaba yo, Carlos Mal, parado frente a la futura tumba de Carlos Fuentes.

 

Chingón.

 

Carlos Fuentes moriría un año más tarde, en mayo de 2012. Cuando los medios de comunicación de México leyeron una versión primitiva de esta crónica, la imprimieron en todos los periódicos (¡todos!) del país y por un día fui el rey del mundo. Como un zopilote lleno de parásitos, estaba hinchado de egolatría y orgullo, nunca ajeno a la incomodidad de saber que mi fama provenía de la muerte de un grande de la literatura, de un hombre brillante querido por muchos. Sin embargo, mi fama no era glamorosa y fastuosa: los periódicos repitieron ad nauseam el siguiente encabezado:

 

“MISERABLE ARTISTA HAMBRIENTO BUSCABA COMIDA EN UN PANTEÓN DE PARÍS Y ENCONTRÓ LA TUMBA DE CARLOS FUENTES.”

 

Así es, lector. No pocos tuvieron la impresión de que me metí al cementerio de Montparnasse a abrir tumbas y a comerme a los muertos, como si fuera yo uno de los sitiados tras las murallas de Maguncia. Como si se tratara de un deseo pedido a la mano de mono del cuento de W.W. Jacobs, mi fama me costó la fama de caníbal de carroña y de gusanos.

Así que, si han escuchado de mí, aquí estoy para poner las cosas claras. Mi nombre es Carlos Mal, no comí carne muerta esa tarde en Montparnasse y la mayoría de los cigarros que me robé perteneció a gente reprobable. Déjenme en paz. 







 

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